Dos hermanos, uno de
cinco y otro de diez años, iban por las casas pidiendo algo de comer. Estaban
muy hambrientos, pero por más que rogasen por un poco de comida, encontraban
una y otra vez el mismo tipo de respuesta: “trabajen y no molesten”, “aquí no
hay nada, pordioseros”… Pasaron así casi toda una mañana y finalmente,
desanimados y tristes los niños se sentaron en un banco de la plaza. Una mujer,
al verlos llorando, se compadeció de ellos y les entregó una botella de leche.
¡Qué fiesta! Ambos se
sentaron nuevamente. El hermano mayor simulaba estar saboreando la leche,
decía: “Qué exquisita está esta leche”, mirando de reojo al pequeñito.
“Ahora es tu turno.
Sólo toma un poquito” Y el hermanito, le respondía: “¡Está sabrosa!”
“Ahora yo”, dijo el
mayor que seguía fingiendo, porque su propósito era que el pequeño se bebiera
toda la botella.
“Ahora tú”, “Ahora
yo”, “Ahora tú”, “Ahora yo”…
La mujer, observaba
esa escena con su rostro humedecido por las lágrimas, sin poder creer lo que
estaba viendo. Esos “ahora tú”, “ahora yo” quebrantaron su corazón…
Y entonces, sucedió
algo que le pareció extraordinario.
El mayor comenzó a
cantar, a danzar, a jugar fútbol con la botella vacía de leche. Estaba
radiante, con el estómago vacío, pero con el corazón rebosante de alegría,
brincaba con la naturalidad de quien no hace nada extraordinario, con la
naturalidad de quien está habituado a hacer cosas extraordinarias sin darles la
mayor importancia.
De aquel niño podemos
aprender una gran lección: “Quien da es más feliz que quien recibe” Es así que
debemos amar. Sacrificándonos con tanta naturalidad, con tal elegancia, con tal
discreción, que los demás ni siquiera puedan agradecernos el servicio que les
prestamos”.
¿Cómo podrías hoy
encontrar un poco de esta “felicidad” y hacer la vida de alguien mejor, con más
“alegría de ser vivida”? ¡Adelante, levántate y haz lo que sea necesario!
Cerca de ti puede
haber un amigo que necesita de tu hombro, consuelo, o quizás un poco de tu
alegría y compañía.
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